Todos hemos nacido siendo diferentes los unos de los otros. Por ejemplo, es muy habitual encontrar madres que describen que sus hijos, incluso siendo gemelos o mellizos, han tenido siempre características que parecían opuestas desde el mismo momento de su nacimiento: niños más o menos activos, más o menos dormilones, más o menos irritables, más o menos atentos, etc.
El temperamento con el que venimos al mundo, por supuesto, no es inamovible: nuestro proceso de desarrollo, muy largo en nuestra especie, lo modula de forma potente. Mientras que algunos rasgos se acentúan, otros se suavizan y progresivamente aparece un repertorio de respuestas conductuales cada vez más rico y complejo a medida que nos enfrentamos también a una mayor complejidad en el entorno.
Coincidiendo con el inicio de la edad escolar, muchos padres comienzan a fijarse con mayor detenimiento en los rasgos distintivos de su hijo, comparándolos de manera inevitable con aquellos niños de su misma edad con los que empieza a relacionarse. Si bien es cierto que los ritmos de cada niño son diferentes, tampoco puede obviarse que la adquisición de una enorme cantidad de conductas (desarrollo del lenguaje, desarrollo de la psicomotricidad, desarrollo de las funciones cognitivas, etc.) sigue un proceso lógico en todos los individuos de la especie.
Las diferencias en la adquisición de los procesos de atención son especialmente visibles en el ámbito escolar, donde los niños progresivamente han de ir enfrentándose a toda una serie de tareas que van demandando más y más atención, más y más concentración. Las funciones cognitivas, como no podía ser de otra manera, se asocian de manera directa a la adquisición de conductas de atención y concentración.
Los niños que no se concentran con facilidad, que interrumpen el ritmo de la clase, que se muestran más inquietos e impulsivos y que no parecen desarrollar estrategias de autocontrol son enseguida identificados por los profesores y educadores, y su rendimiento escolar muchas veces se ve afectado con bastante rapidez.
Todas las características que acaban de describirse pueden ser rápidamente identificadas por padres de niños a quienes les ha sido diagnosticado un trastorno de déficit de atención. Además, estos padres probablemente habrán escuchado también en el colegio que sus hijos son más inmaduros que el resto de niños de su edad.
En efecto, la capacidad para dirigir nuestra conducta en base a nuestros objetivos, mantener y alternar la atención, prever acontecimientos en base a la observación,organizarse, planificar una secuencia de acciones, ejecutar ese plan, inhibir ciertas conductas en ciertos contextos, controlar los propios impulsos, etc., que habitualmente se asocia a la adquisición progresiva de madurez; se corresponde con lo que llamamos la función ejecutiva.
Desde el punto de vista conductual los niños con TDA pueden tener dificultades para: mantener su atención sobre una tarea y reenfocarla hacia otra cuando esto es necesario, atender a los demás, respetar las normas cuando juega, seguir las rutinas establecidas, intervenir adecuadamente en una conversación hablando cuando le toca y callándose cuando no le corresponde hablar, esperar su turno en clase o en una cola, organizar tanto sus tareas como sus espacios, reprimir sus impulsos, dominar sus emociones e inhibir su expresión abrupta cuando es oportuno, ofrecer soluciones a los problemas que se le pueden plantear en el día a día, etc.
Y todo ello es debido a un mal funcionamiento de la función ejecutiva, controlada eminentemente por la región prefrontal de nuestra corteza cerebral. Por ello, ante la identificación de este tipo de señales, es recomendable recurrir al juicio de un profesional de la psicología clínica infanto-juvenil que evalúe al niño e informe a la familia de si puede o no requerir ayuda para compensar sus dificultades.
Así el déficit de atención puede ser descrito con una disfunción a nivel cortical pero para sudiagnóstico, que ha de ser minucioso, además de que es necesario llevar a cabo una exhaustiva observación del niño en su ambiente habitual (en la escuela y en el hogar), también es imprescindible realizar una profunda evaluación teniendo en cuenta diversos aspectos de la vida del niño: su historia , descripciones minuciosas de sus conductas en sus distintos ambientes (en clase, en el patio, en casa, etc.), sus rutinas, sus hábitos alimenticios, sus intereses, el desarrollo del lenguaje, sus relaciones con otros niños…
No obstante, la función ejecutiva, gobernada principalmente por los lóbulos frontales, no adquiere un nivel de progreso considerable hasta los 7 u 8 años por lo que, antes de esta edad, puede ser precipitado afirmar que existe un problema de déficit de atención en el niño. Lo que no quiere decir que no se le pueda ayudar también a entrenar aquellas conductas que más le cuesta efectuar, impidiendo así que su rendimiento escolar y sus relaciones con los demás puedan verse perjudicadas.
Si bien todas las señales que apuntan al TDA parecen preocupantes y el hecho de que nos digan que su origen es “genético” no tranquiliza sino que más bien da escalofríos, es importantísimo tener en cuenta que las dificultades de los niños con TDA pueden trabajarse a nivel cognitivo y conductual, entrenando rutinas y pautas de acción, instaurando hábitos y dotando la niño de estrategias y herramientas que mejoran su adaptación al entorno y su bienestar.
Con todo ello, es posible ayudar al niño a compensar sus dificultades tanto a nivel académico como a nivel social, familiar y emocional.
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